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miércoles, 15 de septiembre de 2010

Los festejos, a reflexión: Muchas soldaderas terminaron “en la miseria” y el olvido: Ilse Mayté Murillo

  • Nunca recibieron pensión por sus servicios a la lucha armada, dijo la investigadora
  • “El reconocimiento del pueblo a las adelitas de la Revolución siempre estuvo presente”


La participación de la mujeres en la gesta de 1910 fue amplia y variada, pues lo mismo fueron revolucionarias que enfermeras, sexoservidoras o periodistas, se apunta en el libro Luces sobre México: catálogo selectivo de la Fototeca Nacional, de Rosa Casanova y Adriana Konzevik, coeditado por RM-INAH. Esta imagen de soldaderas ca. 1913, de autor no identificado e incluida el volumen, fue tomada en la estación ferroviaria de Buenavista.


Mónica Mateos-Vega
Periódico La Jornada
Martes 14 de septiembre de 2010, p. 5

 ¿Quiénes eran esos “monstruos” que durante la Revolución Mexicana e incluso en otras revueltas sociales iban detrás de los hombres, de forma “excesivamente desvergonzada”, usando “un lenguaje soez” y “adaptadas a todas las miserias humanas, principalmente a los abusos de autoridad”?
Eran ni más ni menos que las soldaderas, mujeres que rompieron los esquemas tradicionales, descritas por los sociólogos de principios de siglo XX como “analfabetas al rape, aunque conocen gran parte de la República, saben guisar, coser mal y lavan la ropa del marido, pero no planchan”.
Pasionales e inquebrantables, las también llamadas adelitas fueron una pieza fundamental en la lucha armada que se inició en 1910, explicó la investigadora Ilse Mayté Murillo Tenorio durante su participación en el congreso Historia crítica frente a la historia reverencial: el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución, que se realiza desde la semana pasada en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH).
“El sociólogo Julio Guerrrero decía de las soldaderas que su credo moral no constaba más que de dos preceptos: fidelidad absoluta y abnegación incondicional por el marido o amasio y acatamiento en segundo grado al batallón o regimiento”, añadió Murillo.
Detalló que también hubo mujeres en las tropas de los ejércitos conservador y liberal en el siglo XVIII, así como en la guerra de Texas (1848) y durante la Intervención francesa (1862-1867).
“Heriberto Frías, autor de la novela Tomóchic, si bien resaltó el valor de las soldaderas ante las atrocidades, opinaba que su presencia en las guerras era un estorbo y un obstáculo; insistía en que el campo de batalla no era un lugar apropiado para ellas; decía que su imagen era deplorable: ‘era común verlas en los barrios próximos a los cuarteles bebiendo chínguere, alborotando a grito abierto en las afueras de las pulquerías o desgreñándose’. No hay nada más horrible y repugnante que las soldaderas’.
“A las soldaderas que participaron en la Revolución Mexicana también las llamaron: adelitas, guerreras, juanas, cucarachas, vivanderas, pelonas, galletas de capitán, chimiscoleras, argüenderas, güachas, busconas.
“Generalmente provenían de los estratos más bajos de la sociedad: indígenas o mestizas, esposas, hermanas, novias, algunas se unían a la tropa por convicción, o por sus ideales, o porque no podía ser más miserable dentro que la que ya vivían; muchas simplemente fueron arrastradas por la leva.
“Cuidaban a los hijos, confortaban sexualmente a sus hombres, eran esposas, compañeras, cómplices, madres, víctimas, espías, cocineras, correos, contrabandistas de armas, cargaban el armamento y equipo de los soldados, iban en busca de agua y alimentos, proporcionaban asistencia médica, acondicionaban los campamentos, Incluso, después de las batallas acostumbraban recorrer el lugar del combate para buscar lo que se pudiera reutilizar, como ropa, armas o dinero.
“Levantaban a los heridos y a sus muertos, llegaban a robar si era necesario, intercambiaban municiones por alimento. La vida de las mujeres en las tropas la vivían en las calles y en el campo, de un lugar a otro, caminando (si había pocos caballos se destinaban a los hombres) o en el ferrocarril.
“Cargaban con los metates, con artículos religiosos, ollas, ropa, mascotas, gallinas, leña y traían hasta tres niños cada una. El matrimonio era una práctica casi nula, vivían en el amasiato. Algunas soldaderas que se quedaban solas, en lugar de unirse a otro hombre, se adherían a lideresas poderosas y formaban sus propios grupos rebeldes, como fue el caso de Margarita Neri en Guerrero, Rosa Bobadilla en Morelos o Juana Ramona viuda de Flores, alias La Tigresa, en Sinaloa, entre otras.”

Labor desdeñada

La investigadora apunta que, si bien en las tropas muchas veces no se tomó en cuenta la labor de las soldaderas, “el reconocimiento del pueblo siempre estuvo presente”, como el caso de Carmen Vélez, perteneciente al Ejército del Sur, quien logró arrancar ¡vivas! a los pasajeros de un tren cuando la vieron cabalgar triunfante con su tropa.
Al concluir la revuelta, la mayoría de estas mujeres “terminaron por vivir en los barrios pobres de la ciudad, en la miseria; su trabajo como soldadera nunca fue reconocido y muchas nunca recibieron ninguna pensión por sus servicios a la Revolución”, concluyó Ilse Mayté Murillo.



jueves, 9 de septiembre de 2010

Derechos animales

MUY INTERESANTE

Usamos animales para alimentarnos, abrigarnos e investigar; también como compañeros, e incluso como divertimento. ¿Pero deben tener derechos o podemos manejarlos a nuestro antojo? ¿Tratamos a los animales como es debido?.
En 2004 el periodista Friedrich Mülln filmó con cámara oculta lo que sucedía en el mayor centro de investigación con primates de Europa, situado en Münster (Alemania) y propiedad de Covance, multinacional dedicada al desarrollo de medicamentos y servicios de pruebas con animales. Las imágenes mostraban cómo el personal trasladaba a los monos con rudeza, les gritaban y hacían bailar bajo una atronadora música pop, además de tenerlos aislados en jaulas diminutas sin luz natural ni cuidado alguno. La primatóloga Jane Goodall calificó sus condiciones de horrendas: “Un mono solo en una jaula, sin poder hacer nada, se volverá loco por aburrimiento y tristeza”.
¿Es lícito utilizar animales en la investigación científica? Ciertamente, la experimentación con ellos ha sido clave en el progreso de la medicina. Louis Pasteur no hubiera podido demostrar en 1881 la controvertida teoría de los gérmenes si no hubiera inoculado ántrax a 50 ovejas y vacunado únicamente a la mitad del rebaño. El aislamiento de la insulina en los perros en 1922 revolucionó el tratamiento de la diabetes y en el desarrollo de la vacuna contra la polio murieron 100.000 monos –por cada uno sacrificado se obtuvieron 65 dosis–. Más recientemente, la toxicidad y la eficacia de los medicamentos contra el sida han sido probados en macacos, al igual que los mecanismos de transmisión de la enfermedad de madres embarazadas infectadas a los fetos, que han servido para determinar el tratamiento antiviral para mujeres en estado.
Ahora bien, ¿dónde está el límite? ¿Aceptamos el “vale todo” con la excusa del progreso científico? En los años 70, el psicólogo de la Universidad de Wisconsin-Madison Harry Harlow utilizó bebés de macacos rhesus para provocarles depresión clínica. Durante seis semanas los dejaba en una jaula vertical de paredes resbaladizas, bautizada por el propio Harlow como el “agujero de la desesperación”, ya que a los pocos días los pobres macaquitos se acurrucaban quietos en una esquina. Al ser liberados, mostraban inadaptación social y un comportamiento violento; la mayoría no se recuperaba jamás.
 
¿Hasta qué punto el fin justifica los medios?


Tests de este estilo se realizaron con profusión entre 1940 y 1960, sobre todo en el Yerkes National Primate Research Center, en Atlanta (EE UU), uno de los centros de investigación más importantes del mundo. La crudeza de sus estudios de privación es palmaria. Por ejemplo, mantenían durante tres años a chimpancés recién nacidos en un ambiente de total oscuridad y a otros les colocaban fundas en pies y manos para inmovilizarlos durante dos años. ¿Era necesaria tanta crueldad para demostrar algo tan evidente como que si a un animal social se le priva de compañía, aparecerán comportamientos patológicos?
En 2003 la CNN hacía públicos los experimentos del neurocirujano E. Sander Connolly, de la Universidad de Columbia, que simulaba ataques cerebrales en babuinos quitándoles los globos oculares, para poder así pinzar una arteria en su cerebro. Luego, les aplicaba un medicamento neuroprotector y los mantenía vivos varios días en un estado terrorífico. Connolly justificaba esta barbarie, porque “podía obtener resultados relevantes”. Es la versión científica de “el fin justifica los medios”.
Otro ejemplo es el del cardiólogo de la Universidad de Columbia y showman televisivo Mehmet Oz, defensor de peculiares prácticas pseudomédicas como las llamadas terapias energéticas, que defienden la existencia de una energía vital que anima los seres vivos. En una ocasión mantuvo a un perro durante 29 días con el pecho abierto y sometido a una ablación por radiofrecuencia, que consiste en la extirpación de parte del sistema de conducción eléctrica del corazón –una técnica utilizada para tratar arritmias–. Tras sufrir parálisis y un dolor intenso en las patas traseras y al orinar, fue eutanasiado, según aparece en el registro, al día siguiente de que Oz anotara que el can estaba “animado, atento y receptivo”. La organización PETA (Personas por la Ética en el Trato de los Animales) habla en su web de los “perros atormentados en los crueles experimentos del Dr. Oz”.
Los estudios toxicológicos son los que más bichos se llevan por delante. Después de la tragedia de 1937, cuando un elixir de sulfanilamida elaborado a partir del dietilenglicol mató a 105 personas en EE UU, el congreso norteamericano aprobó leyes que implicaban pruebas de seguridad con animales antes de poder poner los fármacos en circulación. En la década de los 60, tras el desastre de la talidomida –un medicamento para combatir los vómitos en mujeres embarazadas que provocó deformidades en los fetos–, la ley se amplió a la realización de pruebas con hembras preñadas.
Pero lo que resulta insostenible es que la industria cosmética experimente con animales y les condene a morir por nuestro puro narcisismo. Por ello el 11 de marzo de 2009 la Unión Europea prohibió las pruebas de este tipo para la fabricación de artículos de belleza, dirigidas a determinar el daño de sus ingredientes en los ojos y la piel, y su toxicidad global. Los productos normalmente se someten al test de Draize, que se realiza con conejos. A estos se les aplica el cosmético sobre una zona depilada donde se pega cinta adhesiva, que se estira con fuerza varias veces hasta eliminar varias capas de piel. Después se tapa con un plástico y se observan los efectos. También se aplican en los ojos durante varios días y se registran los daños en el tejido ocular –inflamación del iris, ulceración, sangrado, ceguera– mientras el conejo está inmovilizado en una jaula con la cabeza fuera y los párpados abiertos con unos clips. Muchos se rompen el cuello intentando escapar.
En verdad, resulta absurdo usar ejemplares de esta especie como modelo para estudiar el daño ocular en humanos, pues su fisiología es totalmente distinta de la nuestra. La única razón es que los conejos son baratos, con ojos grandes y fáciles de manejar. En 1986, tres investigadores de Procter and Gamble, en Cincinnati, compararon en su investigación titulada Cutaneous and ocular toxicology las lesiones oculares causadas por la exposición accidental a 14 productos domésticos en 281 personas con los resultados obtenidos en tests de Draize. Resultado: la severidad de la respuesta del ojo del conejo ante un tóxico no sirve para predecir sus efectos en nuestro globo ocular.


Cada año se experimenta con 100 millones de vertebrados

Calcular el número de animales sacrificados es complicado. Según la British Union for the Abolition of Vivisection y el Nuffield Council on Bioethics, cada año se experimenta con 100 millones de vertebrados en todo el mundo –10 millones en la UE–. En esta cifra no se incluyen los animales criados para investigación que luego son descartados ni aquellos destinados a la cría de nuevos especímenes. Tampoco recoge los invertebrados porque, salvo algunas especies de cefalópodos, no están sujetos a ninguna ley: se puede matar tantas moscas como se quiera.
Dentro de los vertebrados, los mamíferos son los más utilizados y, entre ellos, los que más controversia suscitan son los primates no humanos. Los chimpancés, por ejemplo, hacen de cobayas durante toda su vida. Algunos son tan veteranos como la hembra Wenka, nacida en un laboratorio de Florida el 21 de mayo de 1954 y arrancada de los cuidados de su madre para ser sometida a un estudio sobre la visión que duró año y medio; luego fue vendida como mascota a una familia. En 1957, cuando se hizo demasiado grande para tenerla en casa, la devolvieron al Centro Yerkes, que hizo uso continuado de ella. Ha parido seis criaturas. La mayor, la hembra Jama, tiene el dudoso honor de ser el primer chimpancé nacido con síndrome de Down. Durante su madurez Wenka ha participado en estudios sobre el alcohol, los anticonceptivos orales, el envejecimiento y la cognición. Salvo los escasos ratos que la dejan salir a un patio de cemento, ha pasado sus casi 56 años de vida en una jaula.
En la actualidad existe una moratoria sobre la cría de chimpancés, porque en 1986 se descubrió que los macacos eran mejores modelos para el estudio del sida, entre otras enfermedades. Pero la publicación de su genoma completo en 2005 ha recuperado el interés por los chimpas, y son numerosas las peticiones para levantar la prohibición.
Sin embargo hay muchas voces disidentes, como el primatólogo de la Universidad de California en San Diego Pascal Gagneux, que cree que “deberíamos seguir las mismas directrices éticas que usamos con las personas incapacitadas para dar su consentimiento”, y que nuestras similitudes con los chimpancés van más allá del 99% del genoma que compartimos. Primatólogos como Jane Goodall han revelado no sólo su comportamiento inteligente, capaz de desarrollar tecnología rudimentaria, o su habilidad lingüística, sino que poseen una vida social y familiar parecida a la nuestra. Goodall los llama individuos, y los chimpancés la tratan como si fuera un miembro del clan.
En el otro extremo se encuentra el neurocientífico Stuart Zola, director del mencionado centro Yerkes: “No creo que debamos hacer distinciones a la hora de tratar humanitariamente a ninguna especie, sean ratas o monos. Por más que lo pretendamos, los chimpancés no son humanos”. El psicólogo británico Richard D. Ryder bautizó ese punto de vista como especismo, un neologismo “para describir la extendida discriminación que practica el ser humano contra otras especies”.
 
Distinciones entre especies
 
El especismo ha sido criticado por los defensores de los derechos de los animales, con el filósofo de la Universidad de Princeton Peter Singer al frente, quien afirma que es moralmente equivocado considerar como objetos o propiedad a seres capaces de sentir. Para Tom Regan, filósofo de la Universidad de Carolina del Norte, todas las criaturas tienen derechos inherentes,y no podemos asignarles un valor moral inferior simplemente por carecer de racionalidad. El zoólogo Richard Dawkins conecta el especismo con la teoría de la evolución: “Nuestros sistemas legales y morales están muy ligados a la especie. El aborto de un solo cigoto humano puede originar más indignación que la vivisección de varios chimpancés inteligentes adultos. La única razón por la que podemos sentirnos a gusto con este doble rasero es que los estadios intermedios entre el hombre y el chimpancé están muertos”.

El debate es eminentemente filosófico. Carl Cohen, de la Universidad de Michigan, se considera especista: “Aquellos que no hacen moralmente relevante las distinciones entre especies casi con seguridad van a entender mal sus verdaderas obligaciones”. La filósofa finlandesa Camilla Kronqvist simpatiza con Singer, pero no acepta sus argumentos: “Decir que nuestra moralidad descansa en atender el placer y dolor de alguien también es una descripción bastante grosera de lo que es un ser moral”. La clave está en definir cuál es la característica relevante que hace que una criatura tenga derechos. Para quienes creen que la respuesta es la racionalidad, sólo los humanos cumplen la condición como únicos seres capaces de dar valor a las cosas.

Los defensores de los derechos animales contraatacan con el llamado principio de los casos marginales: si la racionalidad y la responsabilidad ante las acciones son el motivo de formar parte de la comunidad moral, ¿por qué incluimos en ésta a aquellos humanos que carecen de esas características, como los bebés o ciertos disminuidos psíquicos? A estos casos marginales les otorgamos derechos simplemente por pertenecer a nuestra especie.
Los dominicos Benedict Ashley y Albert Moraczewski, estudiosos de los aspectos morales de la ciencia y la biomedicina, replican que un feto o un discapacitado tienen derechos porque se originan necesariamente a partir de seres humanos y al desarrollarse se convertirán en personas y no en otra cosa. En esta línea razona el filósofo Tibor Marchan, de la Auburn University, en Alabama: aunque una silla tenga alguna pata rota no por ello deja de ser una silla. Los casos marginales, por ser humanos, siguen teniendo derechos. Dicho de otro modo, el valor moral se define por la pertenencia a un grupo, no por lo que un individuo en concreto es. Para los defensores de los animales es obvio que si es inmoral juzgar el valor de un individuo atendiendo a su raza resulta igual de inmoral hacerlo atendiendo a su especie. Los movimientos de liberación de los animales buscan abolir las leyes de protección, pues están basadas en el sentido de la propiedad.
Un chimpancé es un ser sensible con derechos propios y no un objeto o propiedad, opina Singer. Es aquí donde se engarza el polémico Proyecto Gran Simio promovido por este filósofo. Pretende que la ONU acepte que chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes sean incluidos en una comunidad de iguales con nosotros; y que extienda a estas especies la protección de tres intereses básicos: el derecho al la vida, la libertad individual y la prohibición de la tortura. El gobierno español ha sido el primero en aprobar una propuesta en este sentido.
Claro que algunos exageran en la defensa de la fauna. Igual que en las películas de Walt Disney se humaniza a los animales, un activista como Mark Hawthorne llegó a escribir en estos términos: “Un día entró una vaca en el jardín y se puso a pastar. Nunca había estado tan cerca de una, era tan sensible. Pude ver su inteligencia y deseo de vivir”. Estos sentimientos afloran sobre todo cuando se trata de especies que recuerdan el aspecto –y la mirada– del bebé humano. Es el llamado efecto Bambi, que induce cálidos pensamientos hacia criaturas con pelo y pluma –nunca hacia las viscosos o con escamas–. Protestamos por la muerte de un cordero, pero no por la de un sapo. Este sesgo es evidente en Tom Regan, que siempre se refiere a bebés foca, perros, gatos... Así, el especismo combatido por los movimientos de liberación animal se convierte en un clasismo, pues todas sus referencias se centran en la clase taxonómica de los mamíferos, dejando a las aves en un punto intermedio. Nada o poco dicen de reptiles, anfibios y todos los invertebrados.


Los derechos de los invertebrados


¿Las arañas o las moscas no tienen derechos? Estos quedan reservados a los animales sensibles que experimentan daño, como dicen Singer y otros. ¿Los invertebrados no sufren dolor? Hay poca investigación al respecto. En un artículo de 1980, el entomólogo británico Vincent Wigglesworth aportó ejemplos de bichos que no respondían a estímulos que con certeza provocarían dolor en los humanos. Sin embargo, según un equipo de entomólogos de la Universidad de Queensland, en Australia, esos ensayos no demuestran que no sufran sino que, si existe un sentido del daño, este no tiene ninguna influencia adaptativa en el comportamiento, como sería el de proteger una zona lesionada hasta su recuperación: “No es posible proporcionar una respuesta concluyente al problema del dolor en animales inferiores”, dicen. Experimentos recientes parecen apuntar que seres como la larva de la mosca Drosophila melanogaster no son insensibles. En 2003 W. Daniel Tracey, del Duke Institute for Brain Sciences, probó que si se le acerca una aguja calentada a más de 42 ºC, la larva rodará alejándose del calor. Ese mismo año, investigadores del Instituto Tecnológico de California identificaron en una Drosophila mutante el gen que anula el dolor, pues el díptero no respondía a estímulos nocivos.
Debemos ser prudentes a la hora de atribuir a estas criaturas el mismo valor que le damos los vertebrados a la sensación de daño o de concluir que no sienten dolor sólo porque no reaccionan ante él como nosotros. Ningún insecto deja de comer o de reproducirse en caso de heridas abdominales; de hecho, siguen con su actividad normal aunque hayan perdido algún miembro. “Es presuntuoso suponer que lo que es cierto para nosotros debe ser verdad para otras especies”, afirman los entomólogos neozelandeses R. P. McFarlane y R. P. Griffi. Tendríamos que replantearnos “la extendida creencia de que un insecto es demasiado pequeño y su sistema nervioso central tan diferente que lo hace incapaz de tener pensamiento consciente, planear acciones o sentir”. ¿Quizá debemos aceptar que son distintos y esperar a más datos? Y si los animales sensibles tienen derechos, ¿habrá que prohibir los insecticidas?